That is not dead which can eternal lie,
And with strange aeons even death may die.
La pérdida de la sensibilidad es uno de los procesos más fascinantes que le puede pasar a un ser humano en vida. Comienza con un dolor envolvente, un dolor que te provoca, un dolor que espera que le hagas daño, que lo quieras destruir. Puedes usar medicamentos, puedes intentar detener el avance con las azucaradas hadas verdes, o incluso clavarte utensilios hasta que empieces a sangrar. Da igual todo lo que hagas, tanto si intentas destruirlo como si intentas huir, el dolor permanecerá ahí, siempre provocándote.
Más tarde; una vez uno ha aceptado ese dolor como el más íntimo de sus amigos, se inicia un proceso crónico, el dolor nunca te abandona, lo que si escapa de tu cuerpo es la facultad de percibir. Primero es el frío, cuando hace frío el dolor se recrudece, después el calor, más tarde el contacto con superficies ásperas, y cuando crees que nada más puede volatizarse no sientes lo que tocas. Bien puede ser las brasas de una hoguera o el cabello suave de una mujer, el caso es que NO SIENTES NADA. Nunca más.
Así estaba yo esta mañana, con grandes dificultades para levantar la taza de café con mi mano izquierda, soy una zurda conversa, sin darme cuenta de que está ardía. Al cambiarla de mano no tuve remedio que dejarme llevar por mis más básicos instintos haciendo soltar la taza. No me importó mucho. Es lo que tiene la insensibilidad del cuerpo, que se expande por un último sentimiento de empatía a la mente. Me servía de excusa para explicar porque estaba solo, completamente solo en el mundo.
Tampoco era muy agradable a la vista, ni una buena compañía. No contaba con un trabajo muy remunerado, ni ostentaba un cargo de poder, tenía todas las disposiciones necesarias para acabar en un burdel cada viernes noche. Pero tampoco iba a los burdeles, ni los viernes, ni ningún otro día de la semana. Mi vida no parecía tener sentido, y por más que lo intentase no vislumbraba porque estaba aún ahí.
Pasaba el tiempo libre leyendo. Leía mucho, al principio historias de aventuras, piratas, vaqueros, guerreros, pero enseguida me aburrieron, todos contaban con un personaje femenino para seguir adelante a pesar de sus obstáculos. Luego me pase a las novelas policíacas y de espías, donde la muerte parecía reinar, pero ahí también estaban esos dichosos personajes femeninos que tarde o temprano hacían al protagonista plantearse cambiar el riesgo por una agradable familia. Finalmente leí novelas y relatos de terror. Solo las personas que no esperan nada del mundo pueden describir con una facilidad innata el sufrimiento. Anonadada por sus historias, por la facilidad que tenían sus protagonistas de sufrir, y, sobretodo por aquella historia donde un hombre mataba a su esposa y la emparedaba en el sótano. Todo eso me era de un nivel de agrado supremo.
Leía en aquellos momentos un libro escrito por un loco poeta yemení de la época de los Omeyas. El libro se titulaba Al Azif. Llevaba enfrascado toda la noche leyendo, y no era consciente de que llamaban a la puerta. Cuando me ví librado de mi ensoñación escuché, por fin, los golpes de la puerta. Al abrir supé de inmediato que era La Muerte la que llamaba. No llevaba toda esa simbología que le han ido atribuyendo con el tiempo. Era un tipo normal, o quizá una tipa. La cara era inexpresiva, blanca, blanca, una alba cara, sin color, sin matiz, sin vida. Fuí cortés y le invité a pasar.
Una no tiene mucho que decir a las personas, y aún menos a La Muerte. No esperaba oportunidad alguna, hasta que empezó a hablar.
Su voz era profunda, muy sonora a pesar de que no había separado los labios.
Acto seguido aperecieron ante nosotros una mesa, dos sillas, un tablero de ajedrez con todas las piezas dispuestas en su sitio y un reloj de arena.
No iba a llevarle la contraria. Estaba fascinado por una visita así porque de normal no acudía nadie a visitarme. Incluso le ofrecí un refrigerio para tomar durante la partida. Al rechazar la propuesta supusé que en realidad sí tenía prisa y yo no quería ser un estorbo. Por fin me sentía realizada con el universo, por fin servía de algo en el mundo. Quería ganar aquella partida a sabiendas de que mi adversario habría perfeccionado todas las técnicas posibles, e incluso usado algunas que jamás han sido vistas dos veces en este mundo.
Superior a mí en todos los sentidos empezó a ganar terreno con facilidad. Mientras que yo pensaba, me detenía, calculaba y hacía balance de su posible jugada, La Muerte no tardaba en volver a girar el reloj de arena. No estaba en una posición en la que fuese a ganar. Me astraje de la partida, mi mente voló, voló, pero no fue a parar a buenos recuerdos, fue a la noche anterior, cuando yo estaba mirando al firmamento, y veía el estelar concierto de luces parpadeantes, de luces que podían estar muertas pero aún las percibía, de tiempo distintos hablando a la vez, y yo era menudo, era la partícula más insignificante. Una mota momentánea de polvo viajando a miles de kilómetros ante la inmensidad del universo en expansión. Insignificante en todos los áspectos, un perdedor en todos los ámbitos, un don nadie en la vida, y un don polvo en la muerte. Incluso yo podía perder la última partida a ajedrez.
Así que, para mí empezaba otra partida, la partida que podía perder más fácil que ganar, la partida de los nacidos para perder, de los que viven sin sentir, pero a diferencia de todos estos yo no tuve miedo, luché, perdí y acepté como una amiga, una hermana, una madre, una hija, una compañera, una camarada, una amante, una mujer al dolor que me volvía a subir en ese preciso momento a la cabeza. Mi mente se separó de mi propia mente, y como en un sueño dentro de un sueño las barreras se derrumbaron. Una mente hacía el amor con el dolor, dejando que fuese el alma la que soportase el sufrimiento, y la otra jugaba al ajedrez con una rapidez asombrosa.
Solo necesitaba un ataque, un movimiento que desestabilizase todo y que me diese la oportunidad, la única que me merecía en este tiempo, para aceptar lo que soy. Uno no puede luchar contra su propia naturaleza, ella siempre reside en nosotros, oculta como un virus letal en lo más profundo de nuestras entrañas. La encontré, claro que la encontré, y no dudé en explotarla. El “Árabe Loco” lo había predicho y yo solo me limité a añadirle una verdad indudable, había ganado.
La Muerte no cambió el semblante, seguía blanca, alba, sin color, sin matiz, sin vida. Un alma debía escapar y un alma escapó de la estancia, el único ánima de la habitación, puesto que las almas destrozadas pueden haberse muerto y evadido del cuerpo sin causar su destrucción. Me levanté, no me importaba que ahí se quedase, no iba a percibir nada desagradable por la nariz o los ojos. Comencé a reír, y aún, a punto de terminar de escribir este relato sigo riendo al ver mi salón.
La Muerte había muerto.