Todos los días leía el periódico. Empezaba por las esquelas. Quería saber si él había muerto. Leía el periódico en el bar, el mismo desde hace más de cuarenta años. El dueño del bar era desde hace ocho años un hombre del Este. De pelo corto y cara cuadrada, no hablaba mucho por las mañanas. Ella bajó a la misma hora de siempre. Eran algo más de las siete de la mañana.
- Un cortado, por favor-pidió la mujer.
Tomó el periódico, no estaba el nombre que buscaba. Se tomó el café con calma, ya no trabajaba. Pero ella había sabido sobrevivir sola. A pesar de los golpes. La habían abandonado en el altar.
Él, un hombre guapo, alto y con recursos, había huido en el último momento. Con el tiempo era preferible pensar que lo hizo por miedo al compromiso, a la responsabilidad. Así que salió adelante como pudo. Claro que amó a otros hombres, pero nunca pensó en casarse. Ahora vivía sola.
Cuando acabó con el periódico dedicó un largo tiempo mirando a las personas que había en el bar. Para ella parecían personas cansadas, viejas, sin apenas esperanzas. Agonizando. Enfrente dos hombres jugaban a las cartas, ambos mayores, ancianos. Conocía a los dos. Había hecho el amor con el hombre de la derecha hacia unos treinta años. Por aquel entonces era un hombre de ojos verdes, rubio, trabajaba soldando y fumaba dos paquetes de cigarrillos al día. Ahora apenas tenía cabello, le costaba levantarse de la silla y tosía al entrar en un ambiente cargado. El hombre de la izquierda le convenció de comprarse una moto a principios de los sesenta. Gracias a esa decisión consiguió varios empleos. Hacía décadas que tiró la moto.
En ese momento entró un hombre calvo, de unos cuarenta años, ojos azules rasgados, portaba una guitarra. Pidió un café para llevar. Se marchó al recibir el pedido y pagar. Temblaba. Al salir el anciano de la derecha comenzó a llorar. Lo hacía cuando recordaba a su difunta mujer. Nadie se acordaba de la fecha su fallecimiento. Uno se veía incapaz de ayudar en aquel momento.
- Era tan bonito y tan triste. Reíamos juntos, lo triste era que solo nos podíamos reír de una manera -el viejo soldador le puso una mano en el hombro.
- Dimitri, ponle un pacharán -dijo.
La mujer veía la escena, ya le parecía algo normal. Reflexionaba sobre aquellos hombres que tenía enfrente. Pinceladas de lo que fueron, grandes cuadros que el tiempo echa a perder. Dejados a su suerte, ella misma había sido abandonada. Y se las apaño. Ellos tampoco lo hacían mal, después de todo.
A las ocho y media se marchó del bar como siempre. Sonaba música de cuerdas pulsadas. El hombre calvo tocaba la guitarra, sin importarle el frío. Y tocaba bien. Los acordes eran claros y no se atropellaban unos a otros. Tampoco cantaba mal. Francés, o por lo menos cantaba en francés. Cantaba canciones de Brassens.
Era irónico que la música durase más en el tiempo que los humanos. Y se miró las manos arrugadas. "Rompe el aire silencioso en ondas como yo hice con mis manos para sobrevivir", pensó. Le lanzó una moneda. No sabía su valor, ni le importaba. Ahora luchaba él para vivir, morir y volver a la tierra. La vida no es mala. Ella tuvo una buena vida. Lo malo es una agonía larga, eso acaba con los buenos momentos vividos. Hacía frío. Subió a su casa.