Los humanos vivían en una ciudad a orillas del mar, todos eran libres y vivían en grupo, pero había un humano que vivía alejado de los demás. Podía no parecerlo pero era el hombre más leal, cuando los humanos entraban en combate él era el primero en atacar con un furor que no tenía rival entre los enemigos pero sin discernimiento. Si los humanos eran todavía una raza con futuro se debía a ese hombre. Vivía alejado porque no lograba entender a sus congéneres, él podía aguantar el frío más extremo, podía andar todo lo rápido que quisiera sin hacer ruido y su voz era un potente hálito de viento.
Una noche oscura el hombre se encontró con una forma de mujer, vagaba por el bosque deslizándose sin hacer ruido, los ojos como platos, mirándolo todo con curiosidad. Al acercarse comprobó que era la Luna. La Luna no se percató de la presencia del hombre, pero este era paciente y espero quieto a su reacción. Ella le saludó de manera cordial, él le advirtió de lo peligroso que era vagabundear y decidió protegerla de los malos espíritus hasta que volviese a ser de día. Pero los malos espíritus deseaban que el ser humano no avanzase y la oportunidad de capturar a La Luna acompañada de un humano era demasiado tentadora. Durante el camino no cruzaron palabra alguna, ninguno de los dos sabía muy bien que hablar con el otro. El instinto del hombre era el más agudo de entre los humanos y ya estaba preparado cuando los malos espíritus comenzaron el ataque. A falta de armas se defendió con las manos y los dientes. El éxtasis del combate se hacía con el control de su cuerpo a medida que se prolongaba la refriega, lo que empezó con un rechinar de dientes fue convirtiéndose; primero en un grito, luego un gañido y al fin un rugido. Su boca emanaba un flujo de aire caliente que impulsaba a los enemigos varios metros atrás. Los espíritus malignos huyeron resignados.
Tras el combate empezaron a hablar. Al llegar el día el Sol se llevó a la Luna agradeciendo el sacrificio del humano. El humano trató de olvidarse de lo ocurrido aquella noche, no obstante era frecuente que por las noches se encontrase con la Luna. Ella siempre estaba paseando con la misma despreocupación de la primera noche y como la primera noche él se unía en su paseo, pero ya no asaltaban los malos espíritus y con el tiempo empezaban una conversación que se extendía hora tras hora y como el tiempo no era tiempo nos parecería una eternidad. Cada amanecer el Sol llegaba y se llevaba a su esposa y cada vez que eso ocurría peor le daba las gracias al humano.
Un día el humano enfermó, pero no necesitaba guardar cama, de hecho ninguna medicina sería capaz de curarle, ahora mismo dudo de si puedo llamar enfermedad a lo que le dominaba. Lo que más le afectaba de su “dolencia” era saber que no era el único, la Luna también “padecía” el mismo “mal”. Sin embargo, la Luna tomó la decisión acertada, siguió siendo fiel a su esposo y siguió cultivando su amistad con el humano. El humano era paciente, era cazador y sabía lo que estaba bien y lo que debía esperar una eternidad, aunque para ellos las eternidades duran lo que nuestros eones.
Era mejor así o por lo menos era lo aceptable para el honor de todos. El destino que es inexorable se dispuso a golpear como nunca lo había sentido antes ánima alguna. Los pérfidos espíritus iban a explotar el orgullo y la envidia de los seres humanos sumiéndoles en la más paralizante de las oscuridades y para ello necesitaban que el Sol abandonase a los humanos. Todos sabían que el Sol jamás haría algo así por decisión propia, pero si ahora no elegimos nosotros sin nadie que nos coaccione de algún momento iba a venir. Los espíritus negativos no habrían capturado a la Luna pero espiar fue otra de las primeras cosas creadas al inventar el tiempo. Quizá el Sol no podría soportar la verdad, parte de la verdad. ¿Qué es la mentira? Con parte de la verdad les podría bastar. Aquella idea les incentivaba. Al conocer la noticia el Sol enfureció, desprendió parte de su potencia quemando vastas llanuras. La vida en esas zonas quedó arrasada y nunca más creció colorida , los animales que vivieron a partir de ese momento se encuentran hoy entre los más peligrosos del mundo. Al ver al humano y a la Luna paseando enfureció más, no podía entenderlo. Gritó como nunca se ha gritado y aún se puede padecer el poder de ese grito. La Luna intentó decirle lo que ocurría, luchó por decirle la verdad como nunca habría luchado para defenderse de los malos espíritus, el humano, impotente, contemplaba la escena. Una única vez el Sol golpeó a la Luna, pero esa única vez le marcó la mitad de la cara y juró que JAMÁS volvería a dirigirle directamente la mirada. Acto seguido huyó del mundo.
Los humanos perdieron toda esperanza de avanzar y evolucionar, se sumieron en guerras entre ellos y probaron de su propia carne pues habían caído en el misticismo. La Luna fue a mirarse al reflejo de un lago, se veía horrible, horrible. No se reconocía, la respuesta que le daba el lago no era su cara, su hermosa cara, era una cicatriz aún abierta. Una última vez le habló al humano, ella iba a marcharse para ver a su esposo, él podría no querer verla, pero ella daría todas las vueltas posibles para mirarle, aunque sea un eclipse, aunque solo fuese una vez más. Pero cuando la balanza de la Justicia no calcula una sola decisión de manera precisa la Desgracia se aprovecha. Antes de marcharse un grupo de humanos fue a atacar a la Luna. Muerto el espíritu que hirió al Sol este debería volver.
Si una vez había vencido a los espíritus del mal podría vencer ahora a sus congéneres, sin armas se encaró a ellos. Le fue fácil deshacerse de los primeros ataques, pero no sentía el mismo fervor por el combate que en otras ocasiones. Rugió, pero no retrocedieron, ya no sentían igual porque ya no sentían, solo querían derramar la sangre pura de la Luna. Empezó a encajar golpes, sintió por primera vez el acero en su piel, no cedió terreno, ni inclinó la mirada, tan solo se derrumbó. Para aprender a levantarse y continuar. Podía demostrar mucho más, ese era el momento, tan solo tenía que seguir luchando una vez más sin parar. Le rechinaron los dientes, la tensión en sus principales conductos sanguíneos aumentó, apretó sus uñas hasta hacerse sangrar, hasta que la sangre de las manos manaba con más fuerza que por el resto de sus heridas. Se retorció y cayó. Pasaron por encima suya. Los grilletes impuestos al humano se rompieron, su cuerpo se retorció, todo su cuerpo se fue haciendo más pequeño, le creció pelo, pelo gris, las manos y los pies sensibles se almohadillaron, las piernas podían impulsar todo su cuerpo, los largos dedos se agruparon en garras, las orejas se tornaron picudas, le crecieron los colmillos, el hocico regreso al cráneo y ahora era suave y los ojos podían ver en la oscuridad de la misma manera que veían durante el día.
La cólera se apoderó de su cuerpo, reprimir los sentimientos significaba la muerte, saltó y se apoyó en sus cuatro nuevas patas. Y aulló. Todo se detuvo, el tiempo nació y con ello todas las virtudes e incapacidades que posee el ser humano. Si querían sangre, tendrían sangre. Atacó sin procedimiento alguno, pero atacó a su voluntad. Se lanzó contra el cuello del que tenía más cercano y le perforó las yugulares. La sangre penetró en su boca, convertido su primer víctima en una fuente de sangre continuó su ataque homicida. Nunca habían visto nada así y nunca habían sentido tantas emociones a la vez. Comprobó que ahora un golpe de sus garras en el pecho abría con facilidad a un humano, no serían sus uñas tan largas como una lanza pero era más ágil, más mortífero. Los humanos sentían algo que el no iba a sentir nunca, ellos sentían miedo. Sin parar, con sus garras y colmillos, tan sólo quería oler la sangre derramada. Alzó su cabeza y expulsó el aire de sus pulmones, era un aire caliente, un aire que se extendía en vaho, un aire que profería un sonido único; su nuevo sonido, su aullido. Los que podían se desprendieron de sus armas y huyeron alterados, sus piernas les fallaban y caían de bruces al suelo para volver a levantarse torpemente, mirar atrás y proseguir la huida. Los zorros olieron la presencia de la carne putrefacta y al lamer de la sangre derramada por el humano se convirtieron en esa nueva especie animal.
La devota Luna hacía tiempo que había ascendido a los cielos en busca de su marido. Iba girando conforme avanzaba para buscarlo. El humano ahora no era humano, se había metamorfoseado en un lobo. Homo homini lupus est. Cada noche recorría el bosque con la esperanza de encontrarse de nuevo con la Luna, pero acababa sintiéndola surcando los cielos y cada noche le lanza su potente aullido, y cuando le ve toda la parte quemada del rostro aullá con más fuerza que nunca.
El ser humano: hombre y mujer, reprimió sus emociones y sentimientos porque se veía débil y vulnerable al resto de la creación. Abarcó una persecución a toda la naturaleza hasta el punto de llegar casi a su propia autodestrucción. Construyó nuevas herramientas y máquinas para arrebatar la vida y las usó contra todo animal y ser vivo, incluso contra otros semejantes. Las virtudes primigenias fueron perdiendo su fuerza y una a una van cayendo y desapareciendo por el mundo.
Pero hay algo a lo que ni los humanos, ni sus divinas representaciones, pueden vencer, es el animal más grande de su camada y aullá con más fuerza que ninguno al ver la luna. Es el cazador, Fenrir.